VIII Concurso de relatos LaMucca
Creatividad - Escritura

LaMucca convoca su VIII edición de relatos cortos, en la que, amparada en el marco temático de las primeras citas (primeras veces) y con la condición de un máximo de 500 palabras, ofrece interesantes recompensas a los concursantes que se animen a participar sacando punta a su descabellada imaginación.

Hasta el 23 de abril, en su web puedes votar por tu favorito para que escale puestos. Por mi parte, tienes tres relatos disponibles. ¡Descúbrelos y puntúalos como se merecen!



Puedes leerlos también a continuación (no te olvides de votarlos en la web de LaMucca 🤭):


Tatuaje

Carmen, mi novia, lleva varios días muy insistente: quiere que nos hagamos un tatuaje por nuestro aniversario. «Una muestra de compromiso eterno», o así me lo intenta vender.

Odio los tatuajes, me dan pavor las agujas. Imagino la tinta encharcando mi piel... ¡envenenándola!

«¿Mejor una cena?», rebato intentando que se le pase esta fiebre tan puntual. «Nuestro primer tatuaje... ¿No sería bonito?», repite cada dos por tres, obsesionada.

Finalmente accedo: la quiero.

Lo tiene todo pensado. Un amigo suyo es tatuador, nos hace precio: 2x1. Llegamos al estudio, ella entra primero. Escucho la máquina de tatuar en la distancia, los «¡Tranquila!, no te muevas», ¡ese zumbido infernal!... Me entran los calores, cojo una revista para distraerme. Joder, ¡está llena de perforaciones, piercings y pendientes en los pezones!

—¿Qué te parece?

La miro asustado: lleva mi nombre tatuado por toda la zona clavicular. Entro en pavor… las letras serpentean sobre sus pechos envueltas en papel film. Me mira, sonríe.

—Lo quiero del mismo tamaño. ¡Aquí vamos a la par!

«¡Está loca!». Me ha traído Trankimazín: sabe que tengo pavor a las agujas. Me tomo tres: todo sea por amor.

Rica en ornamentos, Carmen en tipografía gótica viste mi pecho tras la sesión. Al ver el tatuaje empieza a reír. Risa nerviosa.

«No sé qué le ocurre. Es su nombre…».

Llegamos a casa a duras penas: el efecto del alprazolam todavía perdura. Abro la puerta. Dos amigas están esperándonos en el salón, rodeadas de maletas. «¿Han montado una pijama party y soy el último en enterarse?».

—¡Que te jodan, Gonzalo! —escucho a mis espaldas.

Nuestras amigas me miran con desprecio.

—¿Creías que podías engañarme, cabrón? Mírame, ahora te acordarás toda tu vida de quién soy yo. Me tienes grabada en tu piel...

—¿Qué? —balbuceo con saliva entre las comisuras—. Y tú a mí en la tuya…

—Ja —dice mientras se quita el plástico protector—. ¡Ja! —enfatiza mientras pasa la mano por encima de mi nombre, desdibujándolo—. ¡2x1 mis ovarios! Aquí el único que se ha tatuado has sido .

«¡Es falso!». Me quedo completamente petrificado. Sus amigas aprovechan para llevarse las pertenencias de mi novia. Se me enciende el interruptor: «Son sus refuerzos. Por si el efecto de las pastillas se me pasa; por si se me ocurre hacer alguna locura».

—¿Qué? ¿Por qué?

—La Pili te vio enrollándote con una en Chacotero. Así que ni te molestes… —dice mientras cierra la puerta, haciéndome una peineta con los dedos empapados en tinta.

Me siento en el sofá. El efecto de las pastillas se desvanece; mis neuronas recuperan potencia.

Me miro en el espejo. «La odio. ¿Cómo ha podido ser capaz de hacerme esto? La Pili... Puta mentirosa...».

Llaman a la puerta. Abro. Es... ¿Carmen?

¡Arranca mi film! ¿Me escupe en el pecho? Pasa la mano: el tatuaje se emborrona.

—¡Feliz aniversario! Feliz 28 de diciembre —se levanta la cazadora, un pequeño tatuaje asoma—. Este es de verdad.

¡Odio sus putas bromas! La odio, pero la quiero.


Ouija

Tenemos nuestras tareas divididas: dos traen cervezas; uno velas; otro, si aparece, ya es todo un logro… ¿Qué llevo yo? Una ouija.

Quedamos cerca de un hospital abandonado. Bebemos, reímos, evitamos que se note nuestro nerviosismo. Nos envalentonamos entre nosotros, achacamos el temblor de manos al frío. Mientras anochece la cencellada surge, la niebla nos oculta de miradas curiosas: nos convertimos en siluetas desdibujadas de aquellos que perecieron por tuberculosis. ¡Espectros!

Miro el reloj: «Es la hora». Nos adentramos con paso vacilante. Ya no hacemos bromas. El flash de nuestros móviles brilla partiendo en dos la niebla; estocadas luminosas abriéndonos paso.

Al cruzar el umbral del hospital la atmósfera cambia: el aire es denso, pesa sobre nuestros hombros. Nos sentimos observados: pelos como escarpias…

Paredes con la pintura desconchada, vegetación fusionándose con un mobiliario ennegrecido y podrido por la humedad; esporas de moho se elevan con cada pisada. Cruzamos el recibidor hasta acceder a una de las habitaciones. Yo elijo cuál.

Una ventana con rejilla, somieres desvencijados y un armario con las puertas desencoladas se convierten en nuestra «sala de juegos». Encendemos las velas, saco la ouija de la mochila y nos sentamos a su alrededor. Coloco un vaso sobre el tablero. Todos apoyamos un dedo en él. Silencio sepulcral, nos miramos.

—¿Hay alguien aquí? —pregunto en voz alta.

Observamos el entorno. Las velas proyectan nuestras estilizadas sombras sobre las paredes. Desconfianza y temor a partes iguales…

—Si hay alguien aquí, ¡que responda!

—Pooor favor —añade otro con un hilo de voz.

Notamos cómo se desliza suavemente el vaso... Recorre el tablero, nuestros ojos dan fe de ello: «Mi hijo —forman las letras—. ¿Y mi hijo?».

—¡Ja! —exclamo excitado—. Muy graciosos… ¿Quién está empujando el vaso?

Una ráfaga de viento extingue casi todas las llamas. Las bisagras del armario chirrían, todos nos giramos. Un sonido gutural sale de su interior; una mano se desliza por el canto.

—¡Ostia bro! —exclama uno.

—No... ¡No quitéis el dedo del vaso! ¡No rompáis el vínculo!

—¡Los cojones! —farfulla otro.

Gritan, hacen aspavientos, sus caras palidecen. Huyen despavoridos, sus sombras los acompañan… Queda un único dedo en el vaso: el mío.

Aguanto unos segundos. Río a carcajadas: «Ha salido mejor de lo que esperaba».

—¡Ya puedes salir! Menudos acojonados... Te lo dije, se iban a mear encima.

Al instante suena mi móvil. Respondo:

—¿Para qué me llamas? ¿Qué haces?

—¿Qué haces ? Llevo veinte minutos pasando frío en este armario que huele a muerto y no aparecéis. Y de repente escucho gritos.

—Deja la coña. Venga, sal Néstor, que nos piramos.

—¿Qué dices? Si estoy con estos, afuera.

La madera cruje. Miro al armario. Una silueta se desliza directa hacia mí. Levita, las velas no proyectan su sombra. El vaso empieza a moverse: «¿Y mi hijo? Mi hijo…».

Mis pupilas se dilatan, mi rostro se deforma del pavor, las velas se apagan. El vaso estalla.

«¡Hijo mío! Ven», escucha Néstor a través del altavoz.


4K

Mareo, dolor ocular, palpitaciones en la sien… Mis pupilas se contraen y dilatan, siento que estoy a punto de perder el equilibrio. Desorientado, me apoyo contra la pared.

—Es normal. Es un proceso, ya te acostumbrarás... El cerebro se tiene que reajustar.

Miro a mi alrededor. De repente mis manos tienen textura, poros… pelo dorado cubre sus falanges. Asombrado, las volteo a la altura de mi rostro. Tras ellas, mi madre aparenta veinte años más. Las paredes se abomban, los colores se desligan entre sí… surgen líneas por doquier perfectamente definidas. «Pero, ¡si en la naturaleza no existen las líneas rectas! —reflexiono confundido—. O eso dice mi profesor de plástica...».

Mi perro deja de ser una mancha marrón para ganar expresión y nitidez. «¡Está contento! Ahora confuso ante mi mirada escudriñadora». Mira a mi madre, ella sonríe: dos viejos en sincronía.

—¡Vaya cambio! De cinco dioptrías de astigmatismo hipermetrópico a cero es todo un mundo —dice el óptico—. Ahora no perderás detalle.

Mi vista en 4K: dos lentes que convierten mis ojos en botones lo hacen posible. Mi puente nasal sostiene todo su peso.

«El Bartolo de clase, el ojos-lenteja de la segunda fila… ya me lo veo venir —pienso apesadumbrado mientras me rasco el brazo compulsivamente: mi ansiedad excavando hasta hacer brotar “petróleo humano”».

—Son 890€ por cristal, más la montura… 1980€.

El rostro de mi madre se tensa, se deforma. Su mandíbula desciende, sus ojeras se extienden y finas venas amoratadas surgen entre el maquillaje cuarteado. «¿Quiero ser consciente de todo lo que me rodea?, mi “nublina” anterior era más satisfactoria. Al menos daba cabida a la imaginación…».

—¿Desea abonarlo en efectivo o con tarjeta? También aceptamos Bizum.

De repente, se le suman veinte años más: efectos colaterales de pertenecer a la clase media-baja. El morro de Bruno —nuestro shar pei— parece un lienzo completamente liso en comparación.

—Pero… ¿No estaban los cristales en oferta? —pregunta mi madre dubitativa mientras desdobla el panfleto publicitario oculto en su bolsillo—. Aquí pone. Pone…

Su expresión cambia por completo al echar un vistazo rápido a la letra pequeña. Un sudor frío recorre su frente, la hoja resbala de entre sus manos… Nos deleita con la recreación en carne y hueso del protagonista de El grito de Munch tras salir escaldado de la óptica.

Soy testigo. «¡Bendita ultra alta definición!».

—Cariño —dice con un hilo de voz que denota su pesar—, devuelve las gafas al señor, quizá más adelante...

Doy dos pasos atrás. El miedo se apoderada de mí. «¿Acaso alguien rechazaría tal superpoder una vez le ha sido otorgado?».

La miro aterrado. Sus ojos, vidriosos, me parten el alma. Lágrimas recorren su rostro: mi criptonita.

Me quito las gafas. Las lágrimas desaparecen, su cara rejuvenece, la mancha marrón me ladra.

«Supongo que, a veces, no ver con los ojos nos permite poder ver con el corazón», me dice el óptico cuando, al tercer intento, consigo entregarle las gafas.





Up Section

Aviso legal - Política de cookies - Política de privacidad
©2023 Víctor Martín - Plantilla por Pixelhint